domingo, 20 de enero de 2013

A las estatuas de los dioses

Hermosas y vencidas soñáis,
vueltos los ciegos ojos hacia el cielo,
mirando las remotas edades
de titánicos hombres,
cuyo amor os daba ligeras guirnaldas
y la olorosa llama se alzaba
hacia la luz divina, su hermana celeste.

Reflejo de vuestra verdad, las criaturas
adictas y libres como el agua iban;
aún no había mordido la brillante maldad
sus cuerpos llenos de majestad y gracia.
En vosotros crecían y vosotros existíais;
la vida no era un delirio sombrío.

La miseria y la muerte futuras,
no pensadas aún, en vuestras manos
bajo un inofensivo sueño adormecían
sus venenosas flores bellas,
y una y otra vez el mismo amor tornaba
al pecho de los hombres,
como ave fiel que vuelve al nido
cuando el día, entre las altas ramas,
con apacible risa va entornando los ojos.

Eran tiempos heroicos y frágiles,
deshechos con vuestro poder como un sueño feliz.
Hoy yacéis, mutiladas y oscuras,
entre los grises jardines de las ciudades,
piedra inútil que el soplo celeste no anima,
abandonadas de la súplica y la humana esperanza.

La lluvia con la luz resbalan
sobre tanta muerte memorable,
mientras desfilan a lo lejos muchedumbres
que antaño impíamente desertaron
vuestros marmóreos altares,
santificados en la memoria del poeta.

Tal vez su fe os devuelva el cielo.
Mas no juzguéis por el rayo, la guerra o la plaga
una triste humanidad decaída;
impasibles reinad en el divino espacio.
Distraiga con su gracia el copero solícito
la cólera de vuestro poder que despierta.

En tanto el poeta, en la noche otoñal,
bajo el blanco embeleso lunático,
mira las ramas que el verdor abandona
nevarse de luz beatamente,
y sueña con vuestro trono de oro
y vuestra faz cegadora,
lejos de los hombres,
allá en la altura impenetrable.

Luis Cernuda

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